Cajones

Cuando voy a la casa de alguien que no conozco, abro todos los cajones que encuentro.

Es mi ritual de bienvenida, una compulsión innecesaria pero adictiva. Cuando me quiero olvidar de alguien anoto el nombre en un papelito y lo guardó en un cajón.

No sé si lo hago para que otro curioso como yo (border esa curiosidad) lo encuentre, o si es la forma que inventé para hacerme cargo de que ese nombre ya torció la línea perfectamente horizontal que mantiene mi estabilidad emocional.

A veces me olvido de ese ritual de los papelitos y cuando estoy por salir de casa, apurada, abro sin querer un cajón buscando encontrar la manteca de cacao, los pañuelitos o el alcohol en gel. Ahi me tropiezo con el nombre, que aparece desplegado y burlón como queriendo partir el tiempo en dos para susurrarme con orgullo que sigue ahí, gauchito. Y yo me hago chiquita, caigo de un chasco sobre la cama y me quedo mirando el papel, canchero, abierto de piernas: no, no me olvidé de vos.

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